Por René González, ARCORES Brasil
Hace unos años, tuve la hermosa experiencia de pasar varios meses en Kenia. Tengo muchos recuerdos hermosos de ese país, pero me gustaría compartir uno que me ayudó a ser yo mismo sin miedo a perder nada.
Con el paso de las primeras semanas, comencé a conocer un poco el estilo de vida de los keniatas, especialmente de las tribus de los “Quicuius” y “Cambas”. Durante los fines de semana, un amigo solía llevarme a los pueblos para que conociera sus raíces y la riqueza cultural y religiosa de la gente.
Sin entender
Era fácil para mí conversar con él porque hablaba un inglés muy bueno y fácil de entender. Sin embargo, la primera vez, cuando llegamos a su pueblo, comenzó a hablar en las lenguas locales (kĩkũyũ y kikamba).
Mi amigo tenía una reunión, así que llamó a otro amigo para que me mostrase el pueblo y los proyectos sociales de la escuela mientras estaba reunido. Él me dijo: “Quédate tranquilo René, este amigo sólo habla kikamba, vete con él y te mostrará todo”.
En ese momento, ya empecé a contar los minutos y segundos en que estaría con una persona desconocida sin conocer su lengua, y él sin saber la mía. Pensé en ese instante: el dialogo será imposible. Puedo decir que nuestro dialogo de una hora y media fue algo nuevo para mí. No entendí nada, pero entendí casi todo. Él hablaba en kikamba y yo respondía en inglés, pero él no hablaba inglés ni yo hablaba kikamba. Y así, estuvimos juntos una hora y media.
El mundo del otro
Hablo de esa experiencia porque dialogar significa escuchar y dejar que el mundo de la otra persona entre en nosotros. Es dejar que se exprese y se descubra en esa relación de enriquecimiento humano y espiritual. Escuchar no está separado del ver, sentir y entender.
Trata de percibir lo que está más allá de las palabras y de la superficie. Este modo de entender el diálogo es un instrumento muy valioso para nuestra relación con las personas y con Dios. De hecho, no entendí las palabras de aquel hombre que me mostró los proyectos sociales y la escuela, pero entendí lo que él sentía y amaba. Me abrió su mundo, sus esperanzas y las necesidades del pueblo.
Diálogo sin filtros
Si aplicáramos este tipo de diálogo, sin prejuicios, sin filtro, sería mucho más fácil y liberador hablar con las personas a nuestro alrededor y con Dios. Incluso, usaríamos menos los auriculares en el transporte público o en la calle.
También quisiera decir que el diálogo, desde la perspectiva agustiniana, puede tener tres enemigos: primero, no escuchar; segundo, no estar dispuesto a cambiar tus ideas por estar apegado al propio punto de vista; tercero, hacer del diálogo un proceso de manipulación para imponer las propias ideas.
Por eso, el diálogo en San Agustín exige humildad, caridad y benevolencia. Precisamente, esos valores pueden servirnos para ser acogidos, oídos y acompañados y al mismo tiempo acoger la palabra del otro, y permitir que esta palabra vibre en nuestro interior.
Los sabios de la antigüedad han manifestado la importancia del diálogo como instrumento de crecimiento humano, intelectual y espiritual. Hoy, también para la solidaridad, necesitamos un diálogo sincero y amistoso capaz de satisfacer las necesidades de las personas y de nuestra realidad. En el contexto de la sinodalidad, estamos invitados a reflexionar sobre este rico instrumento de crecimiento personal y de familia.