Por René González, ARCORES Brasil
Hace unos años tuve la oportunidad de vivir en Sierra Leona, al oeste de África. Lo primero que me llamó la atención cuando salí del aeropuerto de Freetown fueron los enormes baches o agujeros en las calles de la ciudad y las “carreteras”. Calles y caminos asfaltados serían un lujo en muchos países de África. Era un milagro circular con un coche 4×4 por esas calles y caminos.
Después de ir saltando de un lado para otro del asiento del coche durante 7 horas, me llamó la atención que grupos de dos o tres niños estaban sentados en las orillas de los caminos esperando algún vehículo aparecer. De repente, se ponían de pie con sus azadas y palas cuando se aproximaba un vehículo y comenzaban a echar arena y troncos de madera en los tramos del camino en que el vehículo no conseguiría atravesar. Después de allanar el camino, había otro niño de la cuadrilla esperando unos metros más adelante para pedir dinero por el trabajo que habían realizado en la reparación del camino.
Esa escena se repitió varias veces, y en pocos kilómetros me quedé sin dinero. Uno de los niños me dijo que por “justicia al menos le diera algo”. En realidad, no sabía que darle. Solo tenía dos caramelos que dividieron entre los tres niños. Desde entonces, comencé a llevar siempre algo para dar, incluyendo los rosarios que ellos usaban como colgante alrededor de sus cuellos.
Dura realidad
Os cuento esta pequeña historia porque esa es la realidad de muchos niños en diferentes partes del mundo. El trabajo infantil es una realidad muy presente en nuestra sociedad y a veces invisible.
En África, casi me acostumbré a ver a los niños trabajar en el campo, en el bosque y en los caminos para conseguir comer algo durante el día o llevar algo de dinero para ayudar a su familia.
Aquí, en Río de Janeiro, es común ver niños muy pequeños en los semáforos vendiendo caramelos, frutos secos y paños de cocina. Es doloroso ver a madres con sus niños al lado o en brazos pidiendo pañales, leche o dinero para comprar comida. Incluso detrás de esa realidad a veces se esconde una crueldad inmensa. Algunas personas alquilan niños a familias pobres para pedir dinero en las calles y semáforos. De esa manera, consiguen tocar el corazón y el bolso de los que caminan por la calle.
¿Por qué no hablar de la prostitución de niños y niñas como forma de trabajo esclavo? ¿Por qué no hablar del trabajo esclavo de niños y niñas dentro de las casas? ¿Por qué no hablar de los niños y niñas que trabajan para los traficantes de droga?
Miedo a enfrentarlo
Nos da miedo afrontar estos temas porque es una realidad que degrada nuestra propia humanidad y nuestros propios valores. En estos días se habla mucho del racismo. De hecho, se puede decir que la mayoría de esos niños y niñas que trabajan son de raza negra o de contextos familiares muy vulnerables.
Realmente, no es el color de la piel, no es el lugar donde viven, es algo mayor y que nos exige un cambio de actitud, una reacción, pero en vez de ayudar, muchos de nosotros preferimos huir de todas estas cuestiones.
Tenemos hoy la oportunidad de reflexionar, luchar y rezar contra esta realidad que esta muy presente en nuestra sociedad. Muchos de nosotros tal vez, tuvimos la suerte de tener una infancia feliz y nunca nos faltó el afecto, la comida, la educación y los momentos de poder jugar con otros niños, pero debemos ser conscientes que todavía nos falta mucho para transformar esa realidad y trabajar nuestra propia vida interior. Ahí comienza la propia transformación de nuestra sociedad.
De hecho, San Agustín decía que “la esclavitud no es algo natural, es decir, no pertenece al estado original del ser humano. Es consecuencia de la iniquidad, adversidad y particularmente de la guerra” (Quaest. in Hept. I, 153. PL 34, 590).